Placeres del servir
Por: José de Jesús Marmolejo
Zúñiga
Esta parte del país
me era desconocida, poco abarqué con la visita a las playas de Rosarito de la
etapa universitaria, cuando una pequeña sobrina no dejaba de llamarme “papá”,
en medio de aquellas suaves arenas. San Luis era nuestro caluroso punto de
llegada en aquel día.
Mi otra aproximación
norteña, Monterrey, sitio donde quizás ya sean tres o cuatro las ocasiones de
arribo, he conocido su paseo Santa Lucía, los hornos de la Fundidora y su afán
educativo, El Rey del Cabrito, su Metro y parte de su Universidad Autónoma.
Pero Baja California,
en su conjunto, es distinta, abrazada por el mar del padre de la nación
mexicana, Cortés, y por las aguas que tras el estrecho de Magallanes se
comportaran de forma tranquila, pacífica. Es alucinante la vista desde los
30,000 pies de altura, donde surcando Sinaloa puede verse ambos extremos.
También desde la población de San Pedro Mártir −que inmediatamente recuerda al
Manuel de Unamuno, donde un telescopio de la UNAM observa la noche más negra−,
es posible esta visión.
Precisamente, dos
cosas que deben vivirse para disfrutarse: la carretera Federal 1 de nuestro
país está aquí, llamada Transpeninsular, recorre desde Los Cabos a Tijuana, de
Baja California Sur a Norte, y es precisamente en ese orden en el que las
misiones de los franciscanos fueron instalándose en esta parte del país,
enseñando a crear vino, queso y pan, pues la región permite climas similares a
los del Mediterráneo.
De hecho, Baja
California Norte se caracteriza, entre muchas otras excepcionalidades, por sus
valles vinícolas. Si usted busca vinos tintos mexicanos, encontrará seguramente
algún L.A.Cetto del Valle de Guadalupe, o algún otro de Santo Tomás, entre varios
que rodean la zona. Los procesos de generación de estos van desde la “vivanda”
hasta el reposo del elixir en contenedores de metal o las cavas amaderadas, que
dan una extensa variedad de sabores al producto final a paladear.
Ensenada es pues, el
municipio más grande del mundo, termina Tijuana y comienza el recorrido que
pasará por San Vicente y San Quintín que, separados por tramo carretero,
aparecen como colonias de cualquier otro estado en el norte del país. Antes de
ello podrá recorrer parte de esa carretera que constantemente presenta
derrumbes, de ahí la “sal si puedes”, dicen los lugareños; su cercanía con lo
que propiamente se denomina “la ensenada”, le hace tener esa composición
inestable que requiere de terraplenes continuos.
Pero la vista en ese
espacio, en vehículo, miradores o simplemente caminando, será increíble, el mar
más turquesa llena las pupilas con imágenes henchidas de paradisiaco encanto;
el color arena toma su nombre de lo que puede apreciarse en estas playas, la
suavidad de la misma no admite reproches; playas visitadas lo mismo por
mexicanos que por americanos que cruzando San Diego se encuentran
inmediatamente dentro de un recinto hermoso y económicamente conveniente.
Las leyendas locales
hablan de doña Sabina, mejor conocida como la “Guerrerense”, quien comenzando
con un puesto en una esquina, llegó con su sazón a tener su propio negocio
establecido en local, el cual ha sido visitado por actores y personajes de la
farándula.
Ver los enormes
cruceros que aportan, es fundamental, y abre la visión a un estilo de vida, que,
si bien no está al alcance de todos, se convierte en un sueño a explorar, por
múltiples días personas viajan en los mismos, parte de los Estados Unidos para,
por medio de las olas, arribar a Ensenada, Mazatlán e incluso algunos llegar
hasta Acapulco.
El marisco en estas
latitudes es un delicioso lujo, almejas reinas del tamaño de la mano extendida,
erizos, pulpos, camarones y toda clase de pescado. Precisamente con doña
Sabina, la crema de almeja se sirve en la cavidad de un pan de singular sabor,
el conjunto de salsas hace la experiencia interesante.
Cerros verdes de un
lado, agua del otro. Así transcurren los paisajes en un espacio que también ha
sido amado por rusos en alguna parte de nuestra historia, y de quienes aún se
conserva en algunos pueblos la estirpe. En ese momento empieza a hacer sentido
esa invasión de la que nos defendimos y que en el Puerto de San Blas se cuenta
todavía.
Aquí el placer se
sirve a la par de los impulsos de la vida, y se ha de venir aquí a percibirlo.