José de Jesús Marmolejo
Zúñiga
“El
mayor mérito del hombre consiste,
en
dominar las circunstancias tanto como sea posible y
dejarse
determinar por ellas lo menos que pueda”.
Goethe,
Wilhelm Meister, Los años de aprendizaje.
Será apasionante hablar de Las penas del joven Werther, de Goethe,
una novela llena de intensidad, romanticismo y amor idealizado en exceso. Es
una charla para tonos poco suaves, para deleitar en una tarde cayendo el sol,
después de la famosa hora dorada. Pero el día de hoy hablaremos de una obra que
salió para contrarrestar la mencionada novela, llena de epístolas.
En efecto, Las penas del joven Werther generaron un boom en el corazón romántico
de los habitantes de aquellos tiempos, recordemos que en alguna época la
literatura era una de las formas de marcar tendencias; sucedió que muchos
jóvenes vestían como el personaje Werther, modelando así el cambio de época y dando
un mensaje de esperanza y superación personal.
Vea usted, la obra está llena de
magia.
Para empezar, en el pueblo alemán
es importante proyectar de manera positiva los oficios, ocupaciones y
profesiones, tanto así que muchos apellidos son en realidad alguna de éstas.
Por ejemplo, el apellido del importante conductor de fórmula 1 Schumacher,
significa en alemán zapatero. Pues la historia de Wilhelm Meister, es la de
Guillermo “Maestro” en sus años de aprendizaje. Desde ahí hay una poderosa
alusión a la vida misma, todos transitamos por esa senda donde el
descubrimiento de nosotros mismos a través de los otros es la constante de
nuestra vida.
La obra es trepidante, poderosa,
llena del brillo y la alegría que hacen falta para alcanzar nuestro principal
sueño: el vivir la vida con plenitud. Tiene la potencia para convertir una
tarde nublada y redireccionar la mirada nuevamente a ese sol lleno de energía,
como si escuchásemos el “O sole mío” de Pavarotti:
Che
bella cosa na jurnata 'e Sole
N'aria
serena doppo na tempesta
Pe'
ll'aria fresca pare gia' na festa
Che
bella cosa na jurnata 'e Sole
Ma
n'atu Sole cchiu' bello, oje ne'
'O
Sole mio sta 'nfronte a te
Qué
bella cosa, es un día soleado
El
aire sereno luego de la tempestad
Por
el día tan calmado, parece un día de fiesta
Qué
bella cosa, es un día soleado
Pero
otro sol, más hermoso aun, mi sol, está en tu frente
La
música era uno de los principales gustos de nuestro polifacético autor, Goethe
escuchaba a Brahms, le compuso Beethoven, en su sala interpretó Szymanowska el
piano. La música era parte de sus momentos, de todos: “Separarnos para no
vernos acaso jamás o, por lo menos, para volver a vernos de otra manera,
provoca en nosotros un estado de ánimo solemne, que no puedo alimentar de
manera más noble que con la música”.
Los
primeros acordes de la orquesta, tras la referida composición musical, son una
excelente entrada a una de las primeras, dentro de las muchas gratas
expresiones que nos marca la lectura:
“Todo
el universo se tiende ante nosotros, como una gran cantera ante el arquitecto,
el cual sólo se merece tal nombre si, con la mayor economía, acomodación a su
fin y solidez más grandes, sabe formar utilizando estas masas naturales, hijas
del azar, el modelo que ha brotado de su espíritu”.
Nótese
en esta preciosa frase, en concordancia con la de apertura del escrito, el
espíritu no determinista de Goethe, que buscaba abrirse paso en la vida a pesar
de todo, en favor de los elementos naturales, los de la propia realidad,
nuestra vida. Así, el universo se presente a nuestra mirada como la cantera al
arquitecto, nuestra realidad azarosa se presenta para que con solidez podamos
darle forma a medida que moldeamos la belleza de nuestro espíritu.
Pero
la plenitud no se logra desatendiendo, no deben ofrecerse las puertas del cielo
como la entrega de un dulce a un niño. En el ser humano, el espíritu
eminentemente alemán lo empuja como idea de constancia, perseverancia y tesón,
así lo expresa en parte de la obra:
“Crea
usted que la mayor parte del mal y de eso que se llama malo en el mundo procede
sólo de que los hombres son harto negligentes para estudiar bien sus fines, y
cuando ya los conocen, trabajar seriamente para realizarlos…”
Y
por si no fuera suficiente, ejemplifica la idea de los soñadores empedernidos
que jamás llegan a concretar sus objetivos, lo dice así: “Me parece que son
gentes que poseen la idea de que podrían y deberían construir una torre y, sin
embargo, no emplean en sus cimientos más piedra ni trabajo del que gastarían en
asentar una cabaña…”.
Así,
una sacudida sísmica se genera en nuestra personalidad, al reflexionar qué
buscamos y a través de cuáles esfuerzos, medios y actitudes lo pretendemos.
Lleno el mundo de comentarios victimizantes, pretende alcanzar el fulgor de las
estrellas. Lo que se quiere, se busca simplemente; todos los seres humanos
contamos con dones preciosos: tiempo, vida, capacidad de aprender, de amar, de
comprometernos con alguna causa específica, con el conocimiento y, mejor: de
nuestra propia vida y de la comunidad que nos rodea.
Y
no hacen falta males sin remedio para alcanzar lo visualizado, solamente una
voluntad vigorosa; por eso expresa Goethe en esta obra que: “La decisión y
perseverancia es lo más digno de veneración que hay en la humanidad”. Se
persevera en el amor, en la fidelidad y en la entrega.
Luego
viene la pasión, de cada instante, de cada momento: la mirada viva, repentina,
llena de emociones al disfrutar la frescura, la belleza del edificio de
cantera, la armonía de los colores de la naturaleza, de una flor o un atardecer,
el color del vino, la frescura del ambiente, el placer de una sonrisa; sin
prisas, con armonía, con la mirada del recién nacido que todo descubre, que le
parece maravilloso todo lo que percibe. La mayor preparación nos debe llevar a
una admiración absoluta de la magia que nos recorre cada instante.
“Nada
es posible en el mundo sin un serio esfuerzo, y entre aquellos que llamamos
gentes educadas encuéntrase realmente poco esfuerzo; viven como quien lee un
paquete de gacetas, solo para acabar con ellas”. Y continúa reprochando:
“Un
joven inglés decía en Roma −ya me he librado de seis iglesias y dos museos−.”
“¡La
Roma del Renacimiento, la del gran Imperio, la cuna de grandes artistas, la de
la historia en cada esquina, la de Dante enterrado fuera de territorio santo,
la de las Cruzadas, la de la ficción y la realidad histórica! ¿Cuántas cosas
pueden ser vistas con miradas tan poco esenciales en nuestros días! ¿Dónde la
capacidad de pasiones contundentes del ser humano? Desde nuestra forma de
percibir, la potencia de nuestro espíritu, lo dice de manera genial el también
científico alemán “No hay manera de calmar el hambre si no tragamos más que
aire”.
No
son solo los alimentos, también los bocados, la cata y degustación, los aromas,
el bouquet de la vida. De manera muy concreta se nos regala la siguiente
expresión “¿Quién tomará un libro en sus manos a causa de la forma en como está
impreso?”.
El
tiempo es algo tan generoso, que olvidamos preguntarnos: ¿En qué razones
sustanciales lo ocupamos? ¿Cómo? ¿Con qué resultados?
En
nuestros días se ha hecho famoso el tratar de estar lejos (y no ser, agregaría)
de las personas tóxicas, aquellas que generan procesos de carburación con el
aire fresco, que agregan moho a cualquier cantera lisa: “La sociedad de las
danaides y de Sísifo, librarse de ellos, es en esas gentes donde se oyen las
quejas más embrollado curso de los asuntos mundanos, la futilidad de las
ciencias, la ligereza de los artistas, la vaciedad de los poetas y todas las
demás cosas de este tipo”.
Y
así como esa Roma de la que hablábamos, que hoy nos extasía, no se construyó en
tres días, de acuerdo al aforismo popular, nuestra trayectoria tampoco,
nuestros tropiezos, victorias y continuos aprendizajes responden por nuestra
vida; de esta forma expresa el autor alemán:
“Solo
la historia del arte puede darnos la idea del valor y la dignidad de una obra,
que primeramente tienen que ser conocidos los penosos progresos del mecanismo
del oficio en los que el hombre bien dotado tuvo que trabajar durante siglos,
para comprender después cómo es posible que el genio se mueva libre y
alegremente en las cumbres cuya contemplación nos da vértigos…”.
Dentro
de su gran obra, José Saramago nos regala un excelso poema: “¿Que cuántos años
tengo?” −que por supuesto recomiendo−. Goethe, a su manera, llegaba al ocaso de
su existencia y a través del personaje de Wilhelm Meister nos regalaba estas
joyas:
“¿A
dónde ha ido a parar el temor de la muerte que experimentaba en otro tiempo?
¿Por qué he de temer morir? Poseo un
Dios piadoso; la sepultura no provoca en mí ningún espanto; tengo una vida
eterna”. “Todos estos tiempos han pasado; los que siguen pasarán también; el
tiempo se desgarrará como un vestido; pero yo, el yo que conozco tan
profundamente, ese yo existe”.
¡Así
clamaba la eternidad, una conciencia trascendente!