Don Justo Sierra
Por: José de Jesús
Marmolejo Zúñiga
Seguramente
ese sería el nombre mínimo que los desentendidos ocuparíamos para referirnos al
insigne campechano. Agregaríamos “¡Maestro!”, quienes cobijáramos nuestra
inteligencia con los saberes más mínimos, y agregaríamos “de América”, para
nombrar la grandeza de un hombre que atravesaba con mente lúcida las páginas de
la historia.
El
legado de su padre fue de revuelta y sapiencia, la península donde termina
nuestra patria, en algún momento, pudo ser cubierta por la bandera de las
barras y las estrellas. Fue prodigiosa labor de Don Justo Sierra lavar la
descendencia en las aguas del nacionalismo.
Entregado
a una pasión positivista, única sostenible en el país tras la Guerra de Reforma
−con la cual Benito Juárez escondía religión y ministros en la sacristía−, un
firme busto en una de las esquinas de la exquisita arquitectura de San
Ildefonso, nos habla del fervor y empeño con que abrazó el Maestro la causa que
enarbolaba Augusto Comte en Francia y Gabino Barreda en México.
Sí,
con la presencia de Porfirio Díaz creó el alma educativa de un país. A su
partida, siguió empujando un ideal que trascendía por mucho a las personas,
pues era el alma misma de la nación quien le dictaba los siguientes pasos. No
hay hombre trascendente de nuestro México, que no haya robustecido el carácter
durante el camino, no hay quien disfrute el viento fresco, pero, ante las
primeras gotas de tormenta, no acelere el paso para llegar al objetivo.
Así,
el otrora positivista se dedicó a hacer retumbar los recintos académicos para
expresar:
La ciencia, vasto mar que todo
arrasa, es como el mar, que no tiene una gota, para calmar la sed que nos
abrasa.
Con
estas contundentes afirmaciones, hubo de transformarse en el ave nocturna que
augura, con su canto, un nuevo amanecer: el de una juventud vigorosa y
fuertemente nutrida por un nuevo pensamiento, el de la experiencia
internacional, con la jugosa miel derramada del conocimiento. El tiempo del
Ateneo de la Juventud tocaba a la puerta del porvenir, y Justo Sierra, con su
afinidad de roble, se hablaba en cortito con cualquier pasadizo. Era pues, un
hombre apreciado por el tiempo, experimentado en el propio, pero con la mirada
en el futuro.
Si
algún discurso de Don Justo Sierra nos mueve más a emoción, es sin lugar a
dudas el cultísimo y solemnísimo conjunto de palabras engalanadas que
aconteciera en la ceremonia inaugural de la Universidad Nacional de México. Fue
el concierto de las naciones a cuyo arrullo brotó la más profunda virtud del
hombre, la búsqueda de la verdad. Con estas palabras separaba el “Maestro de la
Juventud” (como muchas otras semillas, con ese germen fueron llamados, entre
ellos, José Vasconcelos en México o Enrique Rodó en Uruguay), los esfuerzos
anteriores con la novel iniciativa que muchos se dieron a la tarea de llamar
“La Universidad de Justo Sierra”:
Los fundadores de la Universidad
de antaño decían: la verdad está definida, enseñadla; nosotros decimos a los
universitarios de hoy: la verdad se va definiendo, buscadla.
Estas
palabras, que después retomaría uno de sus discípulos, Don Antonio Caso,
inflamaba el pecho de los modernos, irritaba el de los positivistas y sepultaba
en honda amargura a los escolásticos. Pocas veces se vio tan afilada,
inteligente y elegante consigna contra los jesuitas, portadores de un laberinto
del pensamiento que, en palabras de Justo Sierra, nunca permitió crear nada
nuevo.
El
discurso completo es un llamado a la aristocracia mediante el conocimiento,
pero no con el malentendido poder que te aleja de la sociedad, sino en el que te
potencia para servir más y mejor. Es una invitación a rodearse de los mejores,
pero también a poner en práctica lo más profundo del conocimiento universal,
para eso pone a disposición los tesoros inalienables del conocimiento:
…porque deseamos que los que
resulten mejor preparados por nuestro régimen de educación nacional, puedan
escuchar las voces mejor prestigiadas en el mundo sabio, las que vienen de más
alto, las que van más lejos; no sólo las que producen efímeras emociones, sino
las que inician, las que alientan, las que revelan, las que crean. Esas se
oirán un día en nuestra escuela; ellas difundirán el amor a la ciencia, amor
divino, por lo sereno y puro, que funda idealidades como el amor terrestre
funda humanidades…
Un
completo humanista, un patriota de aquellos tiempos que hace reverberar la
palabra “humano” en el poderío que la cultura clásica, ostenta en los
principios más originales del hombre, lo demuestra a cada palmo, le tiende la
mano a la olvidada Filosofía, la conduce por los pasillos de las escuelas donde
vaga como posesión desentendida. Esta a su vez le entrega escudo y lanza, para
que, iluminado por la fuerza de la sabiduría, la diosa Nike, le haga cerrar con
su energía: “Que sea la Universidad, situada dentro de las proezas de la Atenea
Promacos”, aquella que fue vista siempre como defensora de los suyos, la misma
que siempre se ostenta en la primera línea de batalla.
Este
es el concepto educativo de Don Justo Sierra.